¿Alguna vez has visto un ángel? Bueno, quizás nunca hayas visto uno con alas y luz divina, pero seguro que sí has observado a tus hijos dormir. En esos momentos, cuando el mundo se aquieta y todo parece en paz, es como si estuvieras mirando la más pura y dulce manifestación de la ternura.
Prueba a contarles un cuento hasta que el sueño les cierre los ojos, y justo antes de que se sumerjan en sus sueños, susúrrales algo gracioso. Verás una sonrisa que ilumina su carita incluso mientras duermen, un instante tan hermoso que se convierte en un recuerdo eterno. Es como una fotografía que se graba en el corazón y te acompaña siempre, esa visión de la inocencia pura y de la belleza en su estado más simple.
Al contemplar esa sonrisa dormida, te sientes de inmediato transformado; de repente eres más generoso, amable y pleno de paz. Hoy, recordando ese momento, quiero compartir esta alegría contigo. Si todos pudiéramos ver la dulzura de una sonrisa infantil mientras duerme, seguramente olvidaremos las dificultades y tristezas de la vida, sintiendo esa misma calma que llena mi ser ahora. Respiro profundamente y pienso: ahhh, el mundo no podría ser más perfecto.
Como padres, aspiramos siempre a su felicidad y éxito. Recuerdo que mi madre, cuando yo era pequeña, solía decirme: “La única herencia que puedo dejarte es la educación. Todo lo que pongas en tu cabecita será tuyo para siempre, y nadie podrá arrebatártelo.” Porque más allá de calificaciones o logros, nuestra mayor esperanza es que encuentren en el conocimiento la llave a una vida plena. Y es allí, entre sueños dulces y el valor de sus aprendizajes, donde reside nuestra mayor felicidad.
Te dejo un ejemplo de como una
sonrisa le salvo la vida a un gran hombre:
Muchos conocen bien El principito, un libro maravilloso escrito
por Antoine de Saint-Exupéry. Es un libro que, sin dejar de ser un cuento para niños,
es también un recurso maravilloso para estimular el pensamiento en los adultos. Muchos menos son los que tienen
conocimiento de otros escritos, novelas y cuentos del autor.
Saint-Exupéry
era un piloto de caza que luchó contra los nazis y murió en acción. Antes de la
segunda guerra mundial, luchó contra los fascistas en la guerra civil española.
A partir de aquella experiencia escribió un cuento fascinante con el título de La
sonrisa.
Aunque no está claro si la intención del autor era escribir un texto
autobiográfico o de ficción, yo prefiero creer en la primera posibilidad.
Cuenta el
autor que, capturado por el enemigo, lo confinaron en una celda.
Por las
miradas desdeñosas y el rudo tratamiento que recibió de sus carceleros, estaba
seguro de que al día siguiente lo ejecutarían.
«Estaba
seguro de que me matarían, y me fui poniendo tremendamente inquieto y nervioso. Repasé mis bolsillos en busca de
algún cigarrillo que pudiera haber quedado en ellos pese al registro y encontré
uno que, con manos temblorosas, apenas pude llevarme a los labios. Pero no
tenía fósforos; eso sí se lo habían llevado.
»Por entre
los barrotes miré a mi carcelero, que evitaba mantener contacto conmigo.
Después de todo, nadie intenta mirar a los ojos a una cosa, a un cadáver.
Decidí preguntarle:
»—¿Tiene
fuego, por favor?
»Me miró,
se encogió de hombros y se acercó a encenderme el cigarrillo.
»Mientras
se acercaba para encender el fósforo, sin intención alguna, nuestros
ojos se cruzaron. En ese momento, sin saber por qué, le sonreí. Quizá fuera por
nerviosismo, tal vez porque cuando dos personas están muy cerca una de otra es
muy difícil no sonreír. En todo caso, le sonreí. En ese instante fue como si se
encendiera una chispa en nuestros corazones, en nuestras almas: éramos humanos.
Sé que aunque él no lo quería, mi sonrisa pasó a través de los barrotes y
provocó otra sonrisa en sus labios. Me encendió el cigarrillo y se quedó cerca,
mirándome directamente a los ojos, sin dejar de sonreír.
»También
yo seguí sonriéndole; ahora ya lo veía como a una persona, no como a un simple
carcelero. Pareció como si el hecho de que me mirara hubiera cobrado también
una nueva dimensión.
»—¿Tienes
hijos? —me preguntó.
»—Si,
mira.
»Saqué la
cañera y busqué las fotos de mi familia. Él también sacó las fotos de sus hijos
y empezó a hablar de los planes y las esperanzas que ellos le inspiraban. A mí
se me lenaron los ojos de lágrimas. Le dije que temía no volver a ver nunca a
mi familia, no poder llegar a verlos crecer. A él también se le humedecieron
los ojos.
»De
pronto, sin decir nada más, abrió la puerta y sin añadir palabra me guió hacia
la salida. Ya fuera de la cárcel, silenciosamente y por callejas apartadas, me
condujo fuera de la ciudad. Allí, ya casi en el límite, me dejó en libertad y,
sin una palabra más, regresó.
»Aquella
sonrisa me había salvado la vida.
Ah, la sonrisa... ese contacto espontáneo y natural entre las personas que trasciende toda afectación. Es algo que menciono en mi trabajo porque quiero invitar a la reflexión: ¿qué sucede si miramos más allá de las defensas que construimos con tanto esmero? Esas capas de protección que, día a día, levantamos para salvaguardar nuestra dignidad, nuestros títulos, estatus y el modo en que deseamos ser percibidos. Si logramos despojarnos de ellas, ¿qué encontramos? La respuesta es simple y profunda: encontramos nuestra esencia, nuestra alma.
No temo llamarlo alma, porque creo sinceramente que si esa parte genuina de ti y de mí pudiera reconocerse, veríamos en el otro algo familiar, algo imposible de odiar, envidiar o temer. A veces pienso, con cierta tristeza, que estas capas que acumulamos a lo largo de la vida nos distancian cada vez más, hasta el punto de que el contacto auténtico se vuelve raro, casi inalcanzable. Sin embargo, existe un destello de esperanza en esa conexión profunda que Antoine de Saint-Exupéry describe como un momento mágico, cuando dos almas se reconocen.
He tenido apenas algunos momentos así en mi vida, y esos pocos han sido suficientes para transformar mi perspectiva. Enamorarse, por ejemplo, es uno de ellos; otro es la experiencia de mirar a un bebé. ¿Por qué, al ver a un bebé, sentimos una sonrisa surgiendo de forma natural? Tal vez porque en esos ojos inocentes reconocemos a alguien sin máscaras, sin defensas; alguien que, cuando nos sonríe, lo hace con una autenticidad desarmante. Esa pureza toca algo que aún llevamos dentro, esa alma de niño que, al ver una sonrisa genuina, se despierta y responde con un agradecimiento melancólico, como un eco de quienes fuimos y de lo que, en el fondo, nunca hemos dejado de ser.
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